Cuando era estudiante de EGB, allá por los 90´s y en plena pre-adolescencia, cada año en primavera íbamos de colonias a una casa de Arenys de Mar. Duraban 3 días (con sus 2 noches), dormitorios con literas rojas, paredes y persianas gris clarito, separados los chicos de las chicas. Comida de cátering que sabía a gloria comparada con la del cole de todos los días (almenos para nosotras, las internas). Cada año variaban la programación de las actividades lúdico-educativas pero todos tenían elementos que se repetían: foto de grupo en la playa y en la estación de tren a la vuelta, baile nocturno (a lo guateque de no hace tanto en aquel entonces), la visita a la lonja de pescado del puerto de Arenys y las subastas que en ella se hacían y la escapada en algún rato de tiempo libre al "Cementiri de Sinera", desde el que te podías sentar rodeada de pinos que miraban al cielo mientras (ad)mirabas el mar.
Ese cementerio tenía (y tiene) un gran contraste de colores entre el blanco lápida, el verde pino y el azul marino. Si lo comparamos con el de Montjuïch, por poner un ejemplo más "urbano", éste último también está delante del mar, incluso mucho más cerca, pero los colores que me vienen a la mente de él son el marrón-gris del cemento de las largas hileras de tumbas, el amarillo huevón de las grúas portuarias y el negro petroso del trozo de agua robado al mar.
Me gustaría saber las cifras exactas de los poetas o escritores que se han inspirado en cada uno de ellos y de sus obras derivadas para poder compararlas (curiosidad friki-dominguera...ejem....).
Lo que recuerdo con más cariño de aquella casa de colonias de Arenys es el maravilloso campo de hierbajos, florecillas silvestres y amapolas que se encontraba en un gran terreno situado en la parte trasera de la casa, donde me pasé horas sentada (camuflada) observando el movimiento y comportamiento de las flores, cómo bailaban al ritmo del viento, los bichos que las exploraban y la transparencia de sus pétalos. Eran momentos bonitos, sí, muy bucólicos.... pero le cogí manía a las amapolas. Eran flores extremadamente sensibles, tocabas alguna y sus pétalos se rompían. Si frotabas un poco un pétalo contra la palma de la mano casi se desintegraba y desaparecía. Se moría el color. Se morían al mínimo roce. Dejaron de ser bonitas desde el momento en que las entendí como flores chillonas pero sin "chicha". No me gustaba el hecho de que hicieran tanto ruido visual para nada, eran un engaño.
En aquel entonces desconocía que de ellas se obtenía el opio, del que siglos más tarde se obtuvo también la morfina. De haberlo sabido tampoco hubiera cambiado en nada la imagen de engaño y de pérdida de tiempo que ya tenía de estas flores.
El caso es que sigo sin saber por qué me ha venido este recuerdo en particular a la cabeza. Supongo que ha sido por las amapolas y su color mientras decidía escribir unas líneas en el blog sobre el "capricho" que me persigue desde hace tiempo de hacerme fotos rojas.
No le veo relación alguna entre dichas flores de mi adolescencia y la sangre. De hecho, si lo pienso dos veces me parece hasta macabro y todo. Tampoco me sorprende, mis procesos de asociación de ideas (y palabras) aún me son desconocidos, prefiero no preguntarme.
Aunque suene menos bucólico, sigo con la idea y deseo de fotos rojas y sangrantes, en las que no incluiré amapolas ni ningún otro tipo de flor, por supuesto.